miércoles, 8 de marzo de 2023

El explosivo libro (completo en PDF) que revela los secretos más oscuros del matrimonio Kirchner (Nota del 30/3/2018)

El desconocido nexo de la fortuna de la ex pareja presidencial con militares durante la Dictadura, los episodios de violencia entre Néstor y Cristina y el rol de Ricardo Echegaray en los negociados de la época de Santa Cruz son algunas de las revelaciones del nuevo libro "El origen", de Mariana Zuvic.




Nunca voy a olvidar la última vez que visité la casa de Néstor y Cristina Kirchner en Río Gallegos. Mi familia los conocía de toda la vida. Mi papá, Miguel Ángel Zuvic, nació en Puerto San Julián, pero se fue a vivir a la capital de Santa Cruz para cursar la secundaria en el Colegio Nacional República de Guatemala, donde iban todos. Allí conoció a Néstor y se hicieron amigos. A mediados de los años sesenta, Néstor se recibió en el magisterio y mi padre como bachiller. Esa relación de amistad, que se prolongaría durante su vida adulta, se afianzó cuando Néstor volvió a Santa Cruz con Cristina a mediados de 1976, después de haber cursado la carrera de Abogacía en La Plata, donde la había conocido dos años antes. A su regreso a Río Gallegos, el matrimonio Kirchner y mis padres empezaron a compartir salidas sociales y reuniones familiares. Era muy común que nos encontrásemos en las fiestas de cumpleaños y casi todos los domingos, cuando nosotros almorzábamos en la casa de mi abuela paterna, Jesusa, sobre la calle Italia, donde yo viví hasta mis cinco años. Una casa chica pero impecable, con un jardín de rosas impresionante, los pisos encerados, las vitrinas de los muebles llenas de adornos y los sillones con carpetitas de crochet bien almidonadas. Una casita típica del Río Gallegos de hace treinta años. Esta era una de las casas del llamado barrio APAP que fueron construidas por el gremio de la Asociación del Personal de la Administración Pública Provincial. En ese barrio, sobre la calle Río Turbio, vivían mis abuelos maternos, Mariana González y Humberto Calderón.

El pueblo era tan chico que nos vinculábamos entre todos. Ese intercambio era inevitable; no había posibilidades de elegir algo distinto. De esa forma, en Río Gallegos se generaban vínculos casi por obligación. Era imposible no relacionarse con las personas a las que uno veía todos los días en todos lados, pero también era un vínculo de supervivencia. Estábamos lejos del mundo y si a alguien le pasaba algo, no había siquiera un hospital para atender algo tan básico como un infarto. Teníamos que cuidarnos entre todos. Eso forjó una forma de ser y de vincularse muy particular de los santacruceños, un ADN que nació de la adversidad y la distancia.

Las reuniones hogareñas eran una ceremonia, casi una fiesta, en esa ciudad chica, con un viento implacable que hacía muy difícil la vida social puertas afuera. Ir a la casa de un amigo o a la peluquería, tomar un café o el té —una costumbre heredada de los pioneros ingleses que construyeron Santa Cruz— eran las actividades más regocijantes en ese paisaje tan duro, árido y exigente. Para nosotros era una tradición familiar ir a comer ravioles de seso a la casa de la abuela Jesusa y pasar horas y horas charlando en la cocina, que era el lugar de reunión por excelencia en cualquier casa de Río Gallegos. Todo el mundo quería ir a esos almuerzos, porque mi abuela cocinaba maravillosamente y los Kirchner, que vivían a la vuelta, donde ahora vive Máximo, no eran la excepción. Iban muy seguido, y por eso era habitual que compartiésemos mucho tiempo con la familia Kirchner con mis hermanos, entre ellos Cecilia, que es dos años más chica que yo y era compañera de clase de Máximo en la escuela provincial Pablo VI llamada "medio caño". Así la conocíamos porque la estructura, como muchas de esa época, era literalmente un medio caño para que el techo fuese curvo, como un iglú, y no se acumulase la nieve.

Un día, siendo muy chica —tenía seis o siete años y cursaba el primer grado de ese colegio—, mi abuela Jesusa me llevó a la casa de Néstor y Cristina, que vivían a la vuelta y a la que después de ese día no volví nunca más. Me habían invitado a pasar una tarde de fin de semana con ellos y Máximo. En aquellos años Cristina todavía me quería mucho: me llamaba con cariño "Marianita" y "Cascabel", alternativamente, porque le gustaba mi personalidad revoltosa, que ella consideraba vistosa y divertida. El living de su casa ubicada en la esquina de La Manchuria y Monte Aymond tenía un aspecto suntuoso que resultaba llamativo para una nena de mi edad, con una gigantesca alfombra blanca de pelo largo que pretendía hacer juego, aunque de forma dudosa, con los muebles negros laqueados. Ese día Cristina se peleó con Néstor en una de las escenas más violentas que presencié en toda mi vida. Ese fue el primer día que Cristina Fernández me mintió.

Yo estaba sentada en el living, mirando la televisión, hasta que de golpe empecé a escuchar gritos que provenían de la habitación y ruidos de objetos que caían, como si los estuviesen tirando al piso o estrellándolos contra las paredes. Eran ellos dos, que se tiraban cosas —adornos, platos, muebles— y se insultaban sin percatarse de mi presencia en la habitación de al lado. En un momento Cristina salió del cuarto y pasó por el living donde yo permanecía estupefacta frente al televisor. Recuerdo algo que recién ahora puedo describir con conciencia (…). Cristina se dirigía al quincho. Él la siguió. Ambos gritaban, se insultaban y seguían tirándose cosas a su paso. En ese momento, sentí por primera vez cómo late el corazón cuando una persona siente miedo. Máximo lloraba. Cuando nos vieron ahí, ella se dio cuenta de que yo estaba incómoda. Interrumpió la discusión, volvió a la habitación, se cambió de ropa y vino con mi tapadito azul. Iba maquillada "como una puerta", como cada vez que salía a la calle según ella admitió luego, y se había puesto sus muchos anillos en los dedos. En ese tiempo, Cristina usaba un flequillo acomodado minuciosamente y la melena batida. No parecía una mujer que salía de su casa en una situación de urgencia.

Agarró el Renault 12 que tenían en ese momento, nos subió y manejó durante unos diez minutos hasta que llegamos a Tito, una heladería emblemática en el centro de Río Gallegos, sobre la calle Zapiola, que yo adoraba y donde siempre pedía mi gusto favorito: cereza a la panna. Era evidente que ella estaba incómoda y su solución fue intentar chantajearme, darme algo que me gustara para que hiciera de cuenta que nada se había salido de la normalidad. Quería convencerme a toda costa de que no había pasado nada, de que aquella pelea que yo había visto, que había hecho latir mi corazón tan fuerte, no había existido. Me mentía pero no funcionó hasta que, para calmarme, cambió de tema y empezó a hablarme de cómo estaba vestida una muñeca que yo había llevado ese día a su casa. Me la había comprado mi papá en Tierra del Fuego—la "isla", como le decimos los santacruceños—, porque ahí, cruzando el estrecho de Magallanes, se conseguía lo que en el resto del país era imposible: productos importados.

Yo le seguí la corriente, supongo que por temor o incomodidad, y actué como si no hubiese visto lo que había sucedido. Quería salir de ahí, que todo terminara. Bertrand Russell decía que no hay excusas para decepcionar a un chico y que cuando un niño descubre que sus mayores le han mentido, simplemente les pierden la confianza. Para ella no había pasado nada. Para mí tampoco, simulé, pero yo sabía que no era cierto. Quiso hacerme creer que no pasó lo que pasó: relato. Pero yo vi lo que vi: la realidad. Y ella no podía borrarla con palabras ni con mi helado favorito.

Apenas llegué a mi casa me largué a llorar desconsoladamente y le conté todo a mi mamá, Ema, que, a diferencia de mi papá, en todos los años de relación familiar con los Kirchner nunca había tenido un trato íntimo, a pesar de que los dos matrimonios mantuvieron una relación social que duró muchos años. Yo no estaba acostumbrada a situaciones de violencia. Nunca. Y por eso, asustada, le dije a mi mamá que no quería ir más a la casa de Néstor y Cristina. Así fue. No volví a pisar ese living. Nunca más.

La primera fortuna: Néstor testaferro de los militares

La pelea que yo presencié en casa de los Kirchner ocurrió cuando Néstor todavía no era intendente de Río Gallegos, el primer cargo público al que accedió en 1987. En aquel momento todavía atravesaban los primeros años del estudio de abogados que habían abierto juntos en la calle 25 de Mayo 166, y que con el pasar de los años fue la piedra basal de esa coartada inverosímil que inventaron para defender su fortuna: la de los "abogados exitosos".

El patrimonio de los Kirchner empezaba a crecer visiblemente y sin más explicación que el presunto virtuosismo de su estudio legal. Fue cuando empezaron a comprar muchas propiedades en Río Gallegos a un ritmo llamativo para un matrimonio de abogados comunes y corrientes, con un pasado modesto, en una ciudad sin estridencias. Era una situación notoriamente diferente de la que atravesaban apenas unos años antes, cuando Néstor volvió a Santa Cruz con Cristina: en esos años venían a comer a mi casa con frecuencia y era evidente que no tenían una situación económica holgada.







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