HOSPITAL DE DÍA

La ficción del divismo. Barrio de Palermo. Concentración de la descompensación sobre el pasaje Anasagasti.

Cualquier perecido con la realidad, es pura coincidencia.

El delirio arranca, aproximadamente, a las 9:30 de la mañana. Cuando después del salto de cama, el espejo, devuelve la imagen del deterioro. La calamidad de que el descanso, ya no es suficiente para calmar el tiempo. Entonces, el Socorro es inmediato. La necesidad de la mentira es imperiosa. Sumergirse en el mundo ajeno, una fantasía. Esa fantasía, que en el pasaje Anasagasti, se concreta.

En esa peluquería de celebridades incontenibles. A las que con sólo darle, la punta de un alfiler con cabecita, masacran todo y a todos. Demoledoras e insaciables. Divas consagradas, otras que quedaron a mitad de camino. Actrices de renombre. Y otros personajes de aquello que en la Argentina limitada, se llama VIP. Esa Argentina reducida. Casi minúscula en la que es más importante la marca de la cartera que la mano.

Argentina artificial de abultados monederos sin clase. Sin modales. Que necesitan de extensiones para acariciarse el pelo. De uñas postizas para mostrar sus dedos.

Fetichismo del buen gusto. Diván de psicólogo de cabotaje.

Son peores, las que quieren ser, que las que realmente son.

Se concentran en el pasaje Anasagasti. Y como si fuesen robots, caminan sin rumbo en un radio de extremo barullo.

Tan espigadas, varias de ellas, que parecen doblarse. Van, con la mirada perdida, hacia el secador. Hacia la pileta de lavado de cabellos. Siempre con los turbantes en la cabeza. Las batas de la discordia. Esas que tienen las iniciales de sus respectivos nombres y que le son alcanzadas por un exaltado muchacho con acento. Un muchachito que no camina, salta. Vuela envuelto en su propio alboroto de indefinición. En constante estado de alteración y “mentirosa” adulación. Benditas batas, que si no se encuentran, son motivo de escándalo. La excusa perfecta para la descompensación.

A todas partes, van con sus carteras Hermes, Vuitton o Prada. Nunca las sueltan. Parecen protuberancias de un brazo ostentoso que en la debilidad mental, las hace “poderosas”.

Gritan. No saben escuchar. El diálogo es un concepto límite. Una excepción a la regla de la reiteración. Hacen intensos monólogos al estilo de la Presidente. Y creen, que la política, pasa por el vestuario y el maquillaje de la mandataria.

Salvo, honrosas excepciones, son castigadoras voraces de los empleados fatigados de la pavada. Algunas, suelen simular baratos amiguismos para conseguir rebajas. O directamente, hacer el “paga Dios” cuando la puerta queda liberada.

La materia gris, en la mayoría de los casos, es una utopía.

Famélicas de vocación que desean, con amplio fervor, deglutir un alfajor. Zambullirse entre choripanes y milanesas para mitigar, un poco, el ruido de sus panzas vacías. No obstante, optan por el café que las mantiene, en constante estado beligerante.

Capaces de hacer que la manicura, les cambie el color de las uñas, hasta cuatro veces porque no se deciden. E increpan, cuando alguien les sugiere algo para mejorar, o con no ir más, o lo que es peor, haciendo un barato papel mafioso: "Vos no sabes quién soy yo".

Todo es pardo. Hasta los mismos tapizados, que alguna vez, fueron de leopardo, hoy son un montículo de tierra pegada que desde hace años gritan por agua y jabón.

Salones testigos de perros consoladores. Tan insoportables como sus dueñas gritonas que los utilizan para canalizar frustraciones. Esas mismas que los tratan como niños y cuando ven un niño, que pide en la calle, lo mandan a pedirle al Gobierno. "Que te den Cristina o Macri".

Reina, en el “Hospital de día” del pasaje Anasagasti, la masturbación imaginaria del morbo y la perversión. El ratoneo de las sábanas ajenas. La horizontalidad, lejana para algunas, desenfrenada para otras. También la burla por la frustración del otro. Por ejemplo, en el pasaje Anasagasti dicen, que mientras a Santiago Bal “se le corrió el coágulo”, a Carmen Barbarie “se le alteraron los hormonas”. Al mismo tiempo que ella pasea y todos la aplauden por haberse dejado cortar el pelo como un plumero desplumado.

Otra señora, no conocida en el ambiente aunque con divismos urbanos incomprensibles, entra al sector de la manicura para que se le diga lo bien que ha quedado cuando parece, sin duda alguna, un velador con patas. Con pantalla de campana. U otra que aparece por ahí, excitada por el cambio de prótesis en sus mamas.

Suben y bajan por las escaleras. Y lloran si no van a Miami. Pero de las Inundaciones no hablan. Eso no importa. No les pasó.

Todas quieren ser rubias y platinadas. A algunas, les tira al naranja. Entonces, pasean con sus mechas achicharradas luciendo como mandarinas furiosas.

Rubias a la fuerza y con toscos tacones que de tan altos, caminan como si estuviesen pisando huevos. Y lo que es peor, con las rodillas para adentro.

Representan la decadencia. Y no por los años, por la vulgaridad.

Amparadas en la ficción del divismo. Viven, dentro del simulacro de una peluquería, glamorosamente frustrada, como si estuviesen en un estudio de televisión. En las bambalinas de un teatro de revista.

Acomodadas en el "Hospital de día", que los martes, desborda de la abstinencia del domingo y el lunes. Días de remanso. De recuperación del personal a cargo. Un espacio sociológico. De comunicaciones alteradas. Con déficit cultural. Anemia de ideas y pelucas que caminan.

Allá. En Palermo. Por el Pasaje Anasagasti. Donde las fotos son siempre el pasado. Donde el delirio se agudiza, entre el olor a pelo quemado.

Laura Etcharren

¿Podés adivinar cuál es la peluquería a la que hace referencia Laura? Me parece que no hace falta tener demasiadas luces para eso...